SUEÑO SOBRE EL DRAKE
por el Sr. José Antonio RODRÍGUEZ
hermano del Encargado de Base de la Dotación XXVI de la Base Marambio, extinto Suboficial Mayor Juan Domingo RODRÍGUEZEl autor de este relato, técnico en comunicaciones, se desempeño por un breve lapso realizando tareas de mantenimiento en la Base Marambio. Como no podía ser de otra manera, caló muy hondo en él también, la fascinación que ejerce el territorio antártico en cuantos llegan a conocerlo. Casi como que se sintió transportado al principio de los tiempos ante el esplendor de su naturaleza primitiva, y también para su íntimo regocijo, hacia el interior más profundo del espíritu allí donde se hace posible la comunicación trascendental con el todo, muy lejos de las tribulaciones del mundo actual. Tan maravillosa experiencia, se dio enmarcada en un ámbito comunitario y de gran camaradería, generada por todos los integrantes de la dotación XXVl y el resto del personal de la Fuerza Aérea Argentina presente en esos momentos. Obviamente que el homenaje implícito en el relato a todos ellos y a los antárticos de todos los tiempos, se extiende también con una particular dedicatoria a la presencia de la mujer en la Antártica. Se trate de su desempeño en el ámbito científico profesional o en el papel de esposa y madre aglutinante del espíritu de familia, ellas dejan allí su impronta de amor, coraje, patriotismo y fraternal camaradería. Finalmente desea agradecer su inclusión en esta página, al Suboficial Mayor ® D. Juan Carlos LUJÁN, fundador de la Base Marambio como integrante de la patrulla Soberanía y actualmente destacado historiador y difusor permanente del quehacer nuestro en el continente blanco.
“Por lejano que el mundo esté, el mundo siempre nos encuentra a todos” (J. Gilbert)
No era este un viaje común ni uno más como otros tantos, no lo fue desde el principio y menos lo sería ya sobre el final. Fuera que se trate del lugar, la distancia o la singularidad del mismo medio ambiente geográfico.
Desolado pero sin agresión, distante porque si bien hoy todo el planeta está tan cerca si uno lo quiere, nuestra posición era casi más allá del fin del mundo donde se hace realidad la vuelta del viento, con el regreso de toda la geografía propiamente a la edad de los hielos.
Y allí estábamos sobre la plataforma de pista, inmersos en un paisaje inmensamente blanco y gélido, esperando por ver aparecer desde el norte al atonelado Ce Ciento Treinta. Poco faltaba para que con él concretáramos el “cruce” de Marambio a Río Gallegos, primera etapa en nuestro regreso a Buenos Aires.
Resulta paradójico, aún todos ansiosos por el regreso a casa, era visible en cada uno de los viajeros no importa haya sido breve o prolongada la estadía, una incipiente nostalgia. Algo así como “tengo ganas de irme pero me cuesta”, palpable en las conversaciones recordando momentos y anécdotas o en la forma de mirarlo todo, como atesorando imágenes también a modo de equipaje. Eso experimentaba cuando al caminar por la pasarela rumbo a la pista, me daba vuelta mirando cuanto quedaba atrás, pensando si volvería tal vez en un futuro incierto.
Después de varios días de asimilación al paisaje blanco-naranja casi continuo, como así también al predominio masculino en el lugar, era comprensible que por momentos me olvidara de la exploración aérea, para observar a los integrantes de uno de los grupos en espera. Llegados días atrás desde otra base del sector, rodeaban como en un gesto de afectuosa protección a quien por su sola presencia rompía el clásico esquema del lugar. Trigueña más bien rubia de ojos claros e inteligentes, se la veía aparentemente frágil bajo la voluminosa ropa polar, pero soportando estoicamente, como todo el mundo, la glacial espera.
Y yo pensaba en lo que dice el Martín Fierro: ¡La pucha que trae lecciones el tiempo con sus mudanzas! Ni en sueños habrían imaginado aquellos pioneros nuestros de principio del siglo veinte, una escena semejante en el lugar. Mucho menos Shackleton, que cuando reclutaba a los integrantes de su expedición tras antártica allá por mil novecientos catorce, recibió y rechazó por supuesto, la solicitud de una audaz señorita dispuesta a ser parte de la misma.
Pero no mucho más duraría mi abstracción, un zumbido inconfundible taladrando la insonoridad antártica me devolvió a la realidad de escudriñar otra vez el cielo, para buscar el rumbo por donde llegaba el avión oculto entre las nubes.
A la vista y sobrevolando las instalaciones con un amplio giro, tomó la cabecera sobre el Mar de Weddell señalizada por dos tambores de gasoil ardiente, para comenzar desde allí el aterrizaje. Descendiendo pesada y atronadoramente vino a tocar tierra casi frente a nosotros y continuó carreteando hasta el final de la pista, acavernando a todo el entorno como en un regocijante anuncio.
Imprevisible, la meteorología siempre apremia. Por ello fue que a la jubilosa y breve bienvenida le sucedió la precisa operación de alistarlo para el “cruce” de regreso. Desembarcados los relevos, se descargarían equipos e insumos, se cargarían otros tantos y embarcaría el pasaje en término de cumplir con el horario previsto.
Pero se da, y es cierto que el hombre nada mas propone… pues ocurrió que con todo el pasaje a bordo y preparada la nave para el despegue, pasarían más de cuatro largas horas en la reparación de un motor con fallas en el arranque.
Tal como una capa congelante y obscura, la noche antártica fue cubriendo las instalaciones, la pista con el avión en donde los mecánicos trabajaban a cielo abierto y a todos cuantos nos encontrábamos en las inmediaciones. Pero, ¿Que hacía yo que también viajaba y no me encontraba a bordo? Como la cosa iba para largo, andaba de aquí para allá conversando y bromeando con uno y otro, sin recordar que aún no tenía ubicación en la reducida cabina destinada al pasaje. Así me iría después al comenzar el vuelo.
Cerca e la medianoche y con el problema motor solucionado, una vez cerradas todas las compuertas, comenzó a desplazarse el Hércules buscando el sudoeste de la pista. Balanceando sus grandes alas y brincando sobre los desniveles rodaba nuestra “chancha” en tanto que yo, parado en la cabina al lado de una puerta casi colgado de un arnés, trataba de mantener el equilibrio y buscaba con la mirada inútilmente un lugar donde sentarme.
Fue cuando llegó a la cabecera y largó los frenos acelerando con estruendo listo a pegar el salto, que resignado y sin tiempo para nada más: me dejé caer al suelo frío, la espalda contra el fuselaje y todavía sujeto al arnés de fibra con la mano. Y fue de esa manera como buscando acomodarme, terminé recostado en el extremo del asiento justo donde se encontraba ella: la antártica rubia de los ojos claros.
Volar a tanta altura en ese camión del aire es como hacerlo en un freezer y solamente por la ropa térmica e ir todos apiñados apenas era soportable tanto frío. De a poco junto con la regularidad aletargante de los motores y la vibración de toda la estructura, cesaban como en ofrenda a Morfeo las animadas conversaciones del principio. También yo, solitario sobre el piso y comenzando a distenderme de una larga jornada inconclusa aún, me fui dejando llevar por la placidez del sueño y pronto anclé en sus profundidades.
Cuando pienso en los casi mil kilómetros de vuelo navegados esa noche, no recuerdo haber dormido nunca como entonces: tan largo ni tan bien, sueño incluido. Sueño de duerme-vela, sintiéndome en el mismo avión; sereno, sin turbulencias y sin frío. Ingrávido como un astronauta y casi sin percepción alguna, salvo la de una extraña, cálida y muy suave sensación sobre mi rostro. En tanto a través de uno de los ojos de buey en ininterrumpida secuencia, un tren de veloces y parpadeantes luces se deslizaba por el fuselaje buscando el fondo de la nave.
Pasajero único del singular sueño, fui devuelto a la realidad tangible, según después deduje por una sacudida producto de la turbulencia. Variando el régimen de los motores e inclinándose sobre un ala, el Hércules iniciaba un giro para el descenso mientras un rosario de luces alineadas en la madrugada, lo guiaban en el aterrizaje.
También aquella sensación tan tibia y suave, presumiblemente onírica, tenía su existencia real y muy palpable; tanto como para despistarme y no saber como hacer: si pararme, decir algo o quedarme donde estaba: recostado en el regazo tibio de la rubiecita.
Me fui enderezando lento, chiquitito como avergonzado y no atiné a decir más:
- Disculpame, ya estamos en Gallegos.-todo un discurso muy claro.
- No es nada. -respondió muy quedamente y entre dormida también, tal como si me dijera
- Podés quedarte.Pero ya las ruedas del avión golpeaban sobre el pavimento y comenzaba el rodaje hacia el terminal antártico de Río Gallegos. Eran las cuatro y media de la mañana y estábamos de regreso en el otro continente nuestro.
Esa misma noche, a bordo de otro avión mucho más confortable, concluyó nuestro periplo. Buenos Aires sin pena ni olvido nos recibió pleno de emoción y euforia familiera. Contentos y acompañados entre tanta algarabía, fue como nos cruzamos en el hall del aeropuerto rumbo a la salida.
Al caminar uno hacia el otro y quedar frente a frente casi sin palabras, con un beso suave y un abrazo, le pusimos el broche final a nuestro sueño compartido. No sabía ni le pregunté su nombre ni al día de hoy volví a encontrarla, pero no se si eso importa.
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