Depósito de yerba mate y desintegración
de la barrera de hielos Larsen
Homenaje con esta anécdota al extinto
Cabo Primero (EA) Oscar Ramón ALFONSO
en el 25 aniversario de su fallecimiento (20 de septiembre de 1995)
Eran épocas difíciles, poco tiempo atrás habíamos dejado los trineos de perros y habíamos adoptado, definitivamente, las motos de nieve, las cuales cuidábamos más que a la niña de nuestros ojos.
Nuestro guía antártico, experto polar y mentor, a quien llamábamos respetuosamente “El Manco”, era un viejo perrero que se las sabía todas, carpintero de profesión y maravilloso conductor de trineos de perros, por vocación.
Era el Cabo 1º EA Oscar Ramón Alfonzo (Expedicionario la Desierto Blanco y Explorador del Polo Sur), quién nació en Venado Tuerto, de la provincia de Santa Fe y falleció el 20 de Septiembre de 1995. Tuve el honor de invernar junto con él en la Base Jubany – Dotación 1985.
Había participado en dos de los más grandes eventos de la historia de las exploraciones de nuestro país en la Antártida, la expedición terrestre invernal entre las bases Esperanza y San Martín en 1962, y la primera expedición terrestre al Polo Sur en 1965.
Tuve el honor de hacerlo bajar del trineo de perros y “sentarlo” en una moto de nieve, a la cual miraba, al comienzo, con desconfianza. El recelo le duró poco. No bien recorrió los primeros metros, se bajó del vehículo y con una sonrisa socarrona me dijo –“Mire, esta maravilla está hecha a mi medida. Que nadie se atreva a usarla sin mi autorización! No vaya a ser que me la descompongan”. Nunca más volvió a subirse a un trineo de perros.
Siempre andábamos cortos de combustible y con sobrepeso en los trineos. El Manco cuidaba todos los detalles y lo seguíamos, confiadamente a todos lados, como pollitos a la gallina.
Tenía un especial sentido de orientación, se ubicaba espacialmente en cualquier circunstancia. Además poseía una maravillosa memoria fotográfica, capaz de recordar un paraje, una colina, una ruta, con todo detalle y precisión, sin importar el paso del tiempo.
Su único defecto era que no sabía explicar cómo hacía fácil lo que en realidad era muy complicado. No era didáctico. Enseñaba con el ejemplo. Sólo había que seguirlo y comprobar, experimentalmente, cómo se hacía tal o cual cosa, pero sin recibir una explicación “hablada”.
Antes de iniciar una campaña revisaba, mentalmente, hasta el mínimo detalle, desde la cantidad de vehículos, etapas de los viajes, cantidad de combustible, carpas, víveres, bidones de kerosene y cañas para marcar el camino, hasta las condiciones del clima y de la nieve en la región, la cual preguntaba por radio a las bases más próximas a nuestra ruta a través de las barreras de hielo.
Cuidaba que el peso de nuestra carga no fuera excesivo para los vehículos, los cuales tenían que durarnos mucho tiempo en excelentes condiciones de uso.
Cada uno tenía “su” propia moto de nieve, a la cual cuidaba y era responsable de su perfecto funcionamiento, dejándola en buenas condiciones de mantenimiento al finalizar la campaña, para volver a encontrarla en igual estado, al año siguiente.
Esta forma de personalizar los medios de transporte hacía que los mismos fueran confiables año tras año, dando seguridad al grupo.
El Manco nos controlaba hasta el peso de la yerba que llevábamos para tomar mate!
En aquel entonces yo era medio fanático y no podía dejar de desayunar con una buena pava de mate, con la cual me hidrataba para todo el día. Así que solía cargarme, de contrabando, un paquete extra de yerba mate en el buche de mi anorak, antes de salir en cada etapa.
Durante las marchas fui dejando “mis” propios depósitos de yerba mate, marcados con largas cañas clavadas en la nieve, para el viaje de regreso cuatro o cinco meses después.
En esos años, todavía usábamos como autopista la barrera de hielos Larsen, la cual aún no se había desintegrado y nos servía de amplia y cómoda vía de acceso a nuestras áreas de trabajo, próximas al Círculo Polar Antártico (paralelo de latitud 66° 33′ 46″)
Muy a menudo, el viaje de vuelta era muy apresurado, corridos por el temporal, quemábamos etapas y pasábamos de largo, sin detenernos, al lado de muchos de “mis” depósitos de un paquete de yerba, los cuales fueron quedando en el camino, como mudas promesas de unos ricos matecitos.
La barrera de hielos se desplazaba hacia el mar a distintas velocidades, pero el hielo fluía aproximadamente a razón de un metro por día hacia el oriente.
Este desplazamiento iba moviendo mis depósitos lentamente hacia el Mar de Weddell, el cual todavía estaba a unos 20 kilómetros de distancia de nuestra ruta.
La barrera de hielos Larsen era una colosal masa de hielo sólido que flotaba en el mar.
Tenía alrededor de 300 m de espesor, de los cuales sobresalía sólo la décima parte y estaba formada por hielo continental.
Era alimentada por glaciares de descarga de la Península Antártica y terminaba, abruptamente sobre el Mar de Weddell, en barrancas de hielo verticales, desde las cuales se desprendían enormes témpanos, chatos y de característico aspecto “tabular”.
Aunque, aparentemente faltaba mucho para la catástrofe, yo temía no poder saborear mis matecitos si los depósitos llegaban al borde de la barrera y salían a navegar sobre un témpano!
Mis presentimientos más sombríos se quedaron cortos. Todos mis paquetes de yerba salieron a navegar en témpanos, cuando un sector de la barrera de hielos Larsen se desintegró completamente, el verano de 1995.
El evento catastrófico ocurrió en sólo dos días, sus efectos fueron devastadores.
Desaparecieron 5.000 km2 de barrera de hielos. La costa de hielo de la Península Antártica retrocedió unos 40 km. Instantáneamente se modificó la geografía antártica.
Hubo que modificar los mapas. Se había iniciado el mayor cambio topográfico en la historia de la humanidad: la destrucción de las barreras de hielo.
Nuestras rutas habituales, casi todas perfectamente señalizadas con cañas, desaparecieron por completo junto a nuestros vitales depósitos de combustible y víveres.
En su lugar sólo quedó el mar. Peor que un terremoto. Igual ocurrió con mis modestos depósitos de yerba mate y mis ilusiones de matear amablemente en “un alto en la huella” que no pudo ser.
AUTOR: Rodolfo (Rudy) DEL VALLE - Doctor en Geología
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